No hay reunión, encuentro o conferencia docente que, ante cualquier espacio que se abra y ofrezca “la palabra para opinar”, “hacer comentarios” o “compartir una experiencia”, no termine en una catarsis individual o terapia colectiva. Es irremediable.
Se puede estar participando en un curso de alfabetización, de física cuántica o de educación en valores que el resultado final será siempre el mismo: ante el más mínimo amague de invitar “a escuchar qué tienen para decir” los asistentes llegará una catarata de relatos y reflexiones, hilvanada por anécdotas cotidianas.
Una misma maestra (o maestro, porque aquí no hay diferencia de género) puede así comenzar contando cómo encaró un proyecto en el aula, hablar de “lo lindo que escriben” sus alumnos, describir la pobreza en la que trabaja, criticar las políticas del Ministerio (desde tiempos de la ley federal hasta la actualidad), decir que planea un viaje didáctico y para eso hicieron una rifa, cuestionar los escalafones de traslados y cerrar preguntando por “cómo evaluar en contextos vulnerables”. Todo esto puede darse en tres, cinco o quince minutos (depende la capacidad de disuasión de quien coordine la reunión o el grado de ansiedad de los presentes).
En esas catarsis son posibles de identificar, por ejemplo, palabras-código que conforman un vocabulario común, que sólo leen quienes se manejan en ese terreno. Basta decir el número de una escuela, ni siquiera el nombre, para que las expresiones que genere alcancen por sí mismas a dimensionar rápidamente cuál es el estado de trabajo que la caracteriza (aun a riesgo de estigmatizarlas): “Tiene pocos alumnos”, “trabajan muy bien en ciencias”, “pobres, les roban siempre!”, "la directora está loca” o “tiene una cooperadora muy comprometida”.
También en esas catarsis se hacen visibles pasiones, emociones y malestares del oficio.
Esa necesidad de “hablar de lo que nos pasa” no es caprichosa: desde el vamos el magisterio se concibió como un trabajo colectivo, donde el “nosotros” vale. Y la historia ha demostrado que pesa tanto para reclamar por el salario como para tirar abajo una reforma educativa, como pasó con la ley federal de educación.
Ese “nosotros” explica muy bien el reclamo de siempre de contar en las escuelas con tiempos de encuentros para maestros y profesores.
Los crecientes golpes de violencias de todo tipo que están recibiendo muchas escuelas en los últimos años, sobre todo en este 2013 que termina, sumados a los problemas de arrastre de la agenda, hicieron más visible esa necesidad que manifiestan de compartir dolores y alegrías.
Más cuando muchos -siempre hay loables excepciones- de los que ocupan cargos clave en la gestión educativa provincial no escuchan, no asisten, no van a las escuelas más que para sentarse en la primera fila de un acto, y optan por minimizar los problemas, negarlos, hasta que estallan en algún medio.
Y si no es así recordemos algunos ejemplos recientes que afectan a la Regional VI de Educación (que en estos últimos 7 años, desde que Rasino nombró a quienes están al frente, no ha resuelto un solo conflicto): ¿Cómo es posible que la asociación de padres de una escuela privada (ciento por ciento subsidiada) le imponga reglas y tiempos de trabajo al Estado, como ocurre con la secundaria comercial de Alvear que se presenta como “dueña” de un edificio de la provincia? ¿Cómo se entiende que se asigne una sala de jardín a una escuela que no tiene espacio físico y al año descubran que … oh! “los chicos crecen” y “van a la primaria”, pero no hay lugar para ellos, como pasó con la Gurruchaga?
Sigamos: ¿Quién puede explicar que en 8 años nadie (ni provincia ni Nación) haya querido resolver la finalización de una escuela secundaria en un barrio tan necesitado como Cabín 9 y sí, en pocos meses, acondicionar la ciudad con una millonaria inversión para que arranque el Dakar?
No todo queda en lo local ni limitado a las acciones del Ejecutivo. De hecho, es vergonzosa la actitud de los senadores provinciales santafesinos que dejan dormir un proyecto de ley que ya tiene media sanción y penaliza con la quita del subsidio del cargo a los colegios privados que echan a sus educadores sin causa. ¿Acaso tienen mayor compromiso con los representantes legales de las instituciones privadas que con la educación provincial? ¿Cuántos programas “Vuelvo a estudiar” más harán falta mientras se siga postergando la atención a las escuelas de los barrios?
En noviembre pasado, y durante la presentación de la agrupación sindical “Simón Rodríguez”, el pedagogo Pablo Imen hacía al interior de su “gremio”, el de los cientistas de la educación, esta interesante autocrítica: “Nosotros pasamos 5 o 6 años en la facultad, visitamos dos o tres escuelas y después nos convocan a ocupar funciones en los ministerios, para decirles a los maestros lo que tienen que hacer. Algo no está bien”.
Y algo más: con una claridad propia de quien es capaz de reflexionar sobre su propia práctica y tiene calle en su oficio, pidió también superar esos conocidos estados de catarsis para no paralizarse en los relatos, más bien aprovechar los espacios (los que sean) que se abran o ganen al Estado y de manera urgente buscar soluciones en común, con una mirada solidaria y colectiva.
Es que, después de todo, nada en educación se hace en soledad.